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Una persona de mi curso de periodismo me escribió una hora después de que di las instrucciones para un trabajo en equipo. “Ya bastantes cosas tengo en la cabeza como para enfrentarme a un problema más”, texteó. Después, tres pantallazos que evidenciaron un desencuentro con otra persona del grupo.
La parte en discordia también me expuso su perspectiva. Ambas voces parecían sensatas hasta cierto punto, pero eso no hizo que la mediación fuera sencilla. No soy fanático de la diplomacia por ser prima hermana de la hipocresía, pero cuando las relaciones humanas se convierten en partidas de ajedrez es vital cuidar los modos. “Te pido que enfrentes este desafío con disposición y apertura”, encomendé.
La experiencia humana es conflicto permanente. Al conducir, porque yo debo pasar primero. En los espacios laborales, ya que tú nunca entiendes nada. En las relaciones amorosas, donde A tiene poder sobre B. Y a ello sumemos el clima electoral, del que mucha gente rehúye para no abrir cloacas intratables. Se vuelve cada vez más complejo prestar los sentidos y comprender a otros cuando el entorno está repleto de ruido.
Admiro a aquellas personas que se dicen partidarias del disenso, el debate y la argumentación. Si bien no me nombraría como alguien pacifista, sí adopto la “no-guerra” como estilo de vida. “¿Para qué sufrir si no hace falta?”, cantaba Natalia Lafourcade. Pero el desacuerdo está ahí; es inescapable, como la luz del sol o el reguetón. ¿Qué hacemos con lo que nos es ajeno e incómodo?
En sus Mediaciones, Marco Aurelio se refiere al contacto con otros como una actividad de esencia colaborativa: actuar como enemigos, dice el emperador romano, es antinatural. Pero tampoco obvia que habrá presencias insociables, mentirosas o envidiosas en nuestro camino. Y ahí puede empezar un recorrido mucho más profundo sobre la maldad o bondad inherentes en el ser humano.
Pero es justo ese dilema el que nos tiene encerrados en un bucle de desconfianza y aislamiento. Así lo argumenta Noreena Hertz en su libro El siglo de la soledad, cuando introduce el concepto de “la ciudad solitaria”, esa en la que las personas se ven abrumadas por las diversidades y la información a su alrededor, y prefieren encerrarse en burbujas tecnológicas. Me pongo mis audífonos, enciendo la pantalla y me dejo consentir por el algoritmo que sabe lo que me gusta.
La economista británica recuerda que vivir en sociedad es un ejercicio permanente de tolerancia, convivencia y resolución de problemas. Al trazar el camino desde los días de Marco Aurelio hasta la revolución 4.0 nos damos cuenta de que el encuentro con otras personas sigue siendo un misterio del que pueden brotar las mayores mieles de la vida, pero también muy diversos sinsabores que nos provocarán arcadas. El tema es equilibrar a través de la escucha y el diálogo.
El trabajo en equipo de la clase de periodismo transcurrió a los tumbos, pero salió a flote. Quiero pensar que hubo aprendizajes, especialmente en lo relativo a limar asperezas y actuar frente a lo inesperado. Porque para eso se va a la escuela: para cometer todos los errores que sean necesarios para aprender y crecer en un entorno seguro para equivocarse. Si tan solo la vida pudiera parecerse más a las aulas.