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En medio de las tensiones políticas por las reformas constitucionales que se encuentran en trance de ser aprobadas por la nueva legislatura, la voz juvenil y especialmente estudiantil ha vuelto a reivindicar la tradición crítica y militante de las juventudes mexicanas que a lo largo del último siglo han acompañado el fortalecimiento democrático de nuestro país.
En días recientes, frente a la inminencia de la aprobación de la reforma judicial, estudiantes de distintas facultades y universidades públicas y privadas se han organizado para exigir apertura a un diálogo constructivo para reorientar una reforma judicial que ponga mejores condiciones para hacer efectivos el acceso y la efectividad de los mecanismos de administración de justicia que en efecto demanda la sociedad mexicana, pero que las modificaciones planteadas por la actual hegemonía partidista están muy lejos de garantizar.
Estos hechos nos invitan, otra vez, a poner el foco en las juventudes, como grupo etario que históricamente ha sido depositario de las expectativas de mejores condiciones de vida para sociedades fracturadas, pero que paralelamente han visto gradualmente disminuidas las condiciones para que desplieguen su poder transformador en todos los ámbitos de la vida social. Hoy, en momentos de crisis civilizatoria en los que prevalece una alta incertidumbre a escala global respecto del futuro, las juventudes se manifiestan dispuestas a refrendar su audacia y su potencia como constructores de esperanza.
El contexto general al que se enfrentan las juventudes y las sociedades actuales está caracterizado por numerosos desafíos. Investigaciones especializadas hechas después de la pandemia del covid-19 coinciden en que las grandes condicionantes del presente y futuro de las juventudes son la vulnerabilidad, la precarización, la desigualdad y las violencias. No es casualidad que hoy las juventudes se enfrenten a una crisis generalizada de salud sicoemocional, pues nuestro modelo civilizatorio actual y sus implicaciones económicas, sociales y ambientales han desdibujado las perspectivas de un mejor futuro.
El cada vez más tenso escenario internacional, las nuevas expresiones de nacionalismos, racismo y discriminación, la depredación y privatización de los bienes comunes, junto a los efectos cada vez más graves del cambio climático, depositan una onerosa carga sobre los hombros de las juventudes que han nacido y crecido dentro de los límites de un modelo civilizatorio carente de respuestas justas a sus necesidades y expectativas.
Hoy las juventudes tienen cada vez menores garantías de vida digna. Su incorporación al ámbito laboral se ha caracterizado por la transitoriedad, la flexibilidad y el cortoplacismo, reforzando los valores dominantes del individualismo y la competencia entre ellas y ellos, en el marco de un mercado laboral insuficiente y precario; lo cual ha significado un factor de despolitización y desarticulación de las juventudes como un actor colectivo frente a problemáticas sociales comunes.
Con una tasa de desocupación de 6.4 por ciento, los jóvenes constituyen el grupo etario con la tasa más alta, casi el doble que la nacional. Mientras, de los jóvenes económicamente activos, sólo 44.9 por ciento recibe una remuneración que rebasa 5 mil pesos mensuales, y su tasa de informalidad es 10 puntos porcentuales por encima del promedio.
Son evidentes las limitaciones estructurales que enfrentan las juventudes para poder impulsar cambios significativos, y más en un entorno lleno de expresiones que desincentivan su posibilidad de imaginar otros modos de organización social no constreñidos por la economía de mercado. Por ello no extraña que sólo 43 por ciento de la población de entre 16 y 25 años en América Latina apoya la democracia, de acuerdo con el reporte más reciente del Latinobarómetro, signo del desgaste institucional y su rebasamiento frente a las necesidades sociales contemporáneas de las juventudes.
Uno de los principales déficits de las recientes campañas políticas en el país fue la ausencia del actor juvenil tanto en los diagnósticos como en las propuestas de atención integral a sus problemáticas. No obstante, la voz universitaria y juvenil que hoy se levanta en las calles en defensa de un Poder Judicial autónomo y garante de un modelo democrático de pesos y contrapesos no renuncia a su derecho a ser escuchada por las autoridades y a recibir respuestas cabales.
Aunque los gobernantes y representantes de turno se empeñen en echar mano de las viejas fórmulas para desacreditar y desprestigiar a las juventudes, no podemos olvidar que han sido éstas las que han impulsado muchos de los grandes cambios en nuestro país, causas que en su momento abanderaron las propias fuerzas políticas que hoy detentan el Poder Ejecutivo y gozan de mayorías en las cámaras. Frente al oscuro panorama que el modelo civilizatorio vigente ofrece a las juventudes, la sociedad en su conjunto está llamada a hacer eco de la legitimidad de la voz profética de las juventudes que reiteradamente en la historia ha hecho posible lo que parecía imposible.