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Hace casi medio siglo, hacia 1975, finalizaba la congregación general 32 de la Compañía de Jesús, reunión que actualizó la orientación de las obras de esta orden religiosa al servicio de la fe. En un contexto marcado por el florecimiento de movimientos en defensa de la dignidad y cuyos horizontes trascendían la condición bipolar de la geopolítica del momento, el binomio fe y justicia se consolidó en la Compañía de Jesús y otros sectores de la Iglesia como la orientación fundamental de la praxis de un cristianismo que deseaba ser congruente con los signos de los tiempos. Desde entonces y hasta hoy, los testimonios de una experiencia de la fe vivida como servicio a los demás son los que han dado impulso a una Iglesia que ha sabido ver en la construcción de la justicia la principal concreción histórica del amor.
José de Jesús Maldonado García, SJ, conocido cariñosamente como Chuche, es uno de esos grandes testimonios de conciliación de la fe y la justicia, cuyos frutos se convirtieron en pilares de la promoción y defensa de los derechos humanos en México. Su partida el día de ayer nos invita a honrar con gratitud su memoria.
Nacido en noviembre de 1940, Chuche Maldonado recibió formación jesuita desde la preparatoria, ingresó al noviciado de dicha orden en 1960, y se ordenó como presbítero en 1971. Tal como lo relata el jesuita Luis Orlando Pérez, su formación estuvo directamente marcada por las movilizaciones de la década de los 60 como el movimiento estudiantil, el surgimiento de nuevos feminismos, la lucha contra la segregación racial en Estados Unidos, las revoluciones sociales de América Latina, las reformas eclesiales del Concilio Vaticano segundo y el giro de la Iglesia latinoamericana para acompañar a los movimientos populares de base, acuerpados por una naciente teología de la liberación.
Desde 1969 colaboró en la colonia Ajusco, donde acompañó la ocupación de los terrenos de Santo Domingo por miles de personas que carecían de vivienda, en oposición a un proyecto privado de desarrollo inmobiliario. Colaboró también en la radio comunitaria de Radio Huayacocotla, en la Huasteca baja veracruzana, y coordinó un proyecto de apoyo a la reconstrucción de la Ciudad de México tras el terremoto de 1985. Junto con otros jóvenes jesuitas, formó el grupo Acción Popular, que fue la base de lo que en 1988 se constituiría como el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh), cuya labor por los derechos humanos es referente hasta hoy.
Dirigió el Centro Prodh hasta 1995 y colaboró en la formación de la Red Nacional de Organismos Civiles de Derechos Humanos Todos los Derechos para Todas y Todos dedicada a la articulación de los esfuerzos por la promoción de los derechos humanos en México. En los años posteriores, regresó a trabajar en la colonia Ajusco, fue director del Comité de Derechos Humanos de Tabasco y en dicho estado trabajó con las comunidades eclesiales de base de la parroquia San José de los Remedios, ubicada en Plátano y Cacao. Colaboró en la Universidad Iberoamericana Puebla, dirigió el Instituto Superior Intercultural Ayuuk en Oaxaca, y hacia el final de su vida volvió al Centro Prodh.
Como los anteriores trazos de su biografía lo patentizan, no podemos entender el ecosistema de organismos de la sociedad civil y el proceso de reconocimiento de los derechos humanos en la institucionalidad pública de nuestro país sin el valioso aporte que el padre Chuche llevó a cabo para y con la sociedad mexicana, especialmente junto a los sectores más vulnerados en nuestro sistema social. Su legado tanto en las obras sociales de la Compañía de Jesús como en las educativas son y seguirán siendo piezas centrales de la lucha por los derechos humanos y su testimonio de entrega, amor y congruencia con su proyecto de vida son una poderosa inspiración para quienes hoy aceptan el llamado para construir la paz y la justicia en un México herido por la violencia y la desigualdad.
En tiempos de crisis e incertidumbre como los que corren, el testimonio de Chuche nos recuerda no sólo la pertinencia, sino la urgencia de reivindicar la justicia como centro de la misión que entraña la fe cristiana, y nos recuerda que el compromiso y la compasión radical son las actitudes en las que la esperanza se arraiga y encuentra su potencia. Su partida es dolorosa, pero al mismo tiempo es signo vivo de que en la lucha por la justicia florecen la dignidad, la esperanza y la vida plena. No cabe duda de que su luz continuará alumbrando el camino de quienes eligen el servicio a los demás como sentido de su existencia. Su magisterio seguirá nutriendo el proyecto de paz y justicia que comparten muchas y muchos mexicanos en instituciones educativas, proyectos sociales de base, comunidades campesinas e indígenas, la Iglesia y tantos otros espacios sociales comprometidos con la promoción y defensa de los derechos humanos.
Honrar su vida y su legado nos exige obras más que palabras: dar continuidad a su trabajo por la justicia para que las generaciones de hoy y mañana cosechen los frutos de las semillas que él sembró. Su caminar ha sido poderoso testimonio de esperanza y su partida una confirmación de que gastar la vida en la lucha por la dignidad vale la pena. Gracias por tu amorosa vida, querido Chuche.