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Libros y tablet.
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Caminar desde y hacia una pedagogía humanizadora

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Que este cierre de año sea un llamado a renovar nuestro compromiso con la educación y estudiantes.

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El final de un año siempre se nos presenta como un suspiro, un momento de calma que nos invita a mirar atrás y preguntar: ¿qué hemos sembrado?, ¿qué hemos aprendido, y hacia dónde nos dirigimos?

En este espacio de reflexión nos enfrentamos a la tormenta de un mundo convulso: tecnologías cada vez más imponentes, que prometen avances, pero también deshumanizan; trabajos que premian la ética dudosa sobre la conciencia; y un horizonte global marcado por guerras, crisis migratorias y un cambio climático que resuena como un llamado urgente.

¿Cómo aprendemos como docentes?
Y entonces, en medio de todo esto, surge una pregunta que no podemos ignorar los que trabajamos en espacios formativos: ¿hacia dónde dirigir nuestra mirada?

La escuela, ese espacio tan fundamental, parece a veces desconectada de las realidades que claman por atención. En su afán por adaptarse, ha olvidado lo más esencial: el ser humano. La obsesión por estándares, por exámenes que cuantifican y por resultados tangibles ha desplazado lo intangible, lo que no se mide con números: el desarrollo de la empatía, la reflexión ética, la formación de seres íntegros que no solo se preparen para un mundo que les demande resultados, sino para un mundo que les pida humanidad. ¿Es posible que la educación continúe desvinculada de lo que realmente importa?

La tecnología, con toda su magnificencia, no puede ser el centro de la experiencia educativa. Aunque la inteligencia artificial ofrece una puerta abierta a un futuro brillante, también profundiza la grieta entre lo técnico y lo humano. La educación no es solo la transmisión de datos, es la construcción de significados, de valores compartidos, de comunidad.

Al cerrar este ciclo, debemos recordar que la verdadera recompensa de la educación no radica en las calificaciones ni en los títulos obtenidos, sino en la capacidad de formar seres comprometidos, capaces de cuestionar el estatus quo, de luchar por la justicia social, de construir un futuro mejor para todos.

Nuestro esfuerzo debe centrarse en crear una pedagogía que valore el pensamiento crítico, el respeto mutuo, la acción colectiva. Esta es, tal vez, nuestra responsabilidad más grande como educadores.

Es desde este lugar donde propongo la necesidad de una pedagogía humanizada, tal como lo ha planteado Martín López Calva al hablar de una educación personalizante. Desde ahí, extiendo la invitación a los educadores para que no se limiten a ser solo guías o facilitadores de conocimiento, sino que, ante todo, se conviertan en seres humanos que se encuentran con otros seres humanos, creando espacios de verdadera humanización.

En tiempos de incertidumbre, educar no es solo una necesidad, sino una urgencia. Es fundamental replantear nuestros objetivos educativos, redescubrir el alma de la escuela y devolverle el espacio que merece a una pedagogía que coloque lo humano en el centro de todo. Esta es una tarea que no podemos postergar. Mientras el mundo parece invitarnos a la desesperanza, la educación tiene el poder de sembrar esperanza, de recordarnos que cada acto de enseñanza es, en su esencia, un acto de fe en el futuro.

Que este cierre de año sea, entonces, un llamado a renovar nuestro compromiso con la educación, con las comunidades que formamos, con los estudiantes que tenemos el privilegio de guiar y, sobre todo, con la humanidad que reside en cada uno de nosotros. Porque educar es un acto profundamente humano, y en ello radica nuestra mayor fortaleza y nuestra promesa más grande. 

Publicado originalmente en e-econsulta.
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Material gráfico
Misael Chirino Durán
Fotografía
Ramón Tecólt González

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