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Persona en un cerro
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Territorio y desplazamiento en tiempos de "progreso"

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Necesitamos repensar el desarrollo desde la raíz, pues el “impacto mínimo” termina siendo devastador

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Cada vez que escucho la palabra “progreso” en boca de funcionarios o empresarios, me pongo a temblar. No porque no crea en la necesidad de mejorar las condiciones de vida de las personas, sino porque en muchos territorios de nuestro país, el desarrollo ha llegado como una fuerza demoledora disfrazada de promesa.

Un parque industrial, una carretera, una termoeléctrica o una granja porcícola “de última generación” se anuncian como oportunidades, pero terminan siendo puntos de quiebre para comunidades que no fueron consultadas y que, con el tiempo, quedan desplazadas, contaminadas o atrapadas en una urbanización hostil.

Desde hace años trabajo en el análisis de territorio, ordenamiento y justicia ambiental. Y si algo se repite una y otra vez en los estudios, es la lógica de despojo disfrazada de inversión. Las zonas rurales se pintan como “vacías” o “subutilizadas”, cuando en realidad son espacios de vida, de historia y de cultura. Pero como no encajan en el modelo extractivista, son desechables.

El cerro que durante generaciones fue fuente de agua y plantas medicinales, se convierte en escombro para nivelar un complejo urbano. El ejido que antes practicaba formas agroecológicas es absorbido por la lógica del clúster agroindustrial: se impone el monocultivo, se agotan los suelos y se contaminan los cuerpos. En el peor escenario, el territorio desaparece por completo, devorado por el avance de la urbanización.

Y no, no es que la gente esté “en contra del desarrollo”. Es que están hartos de que nunca se les escuche. Las asambleas se convierten en formalismo; las manifestaciones, en estorbos; las demandas, en papeles ignorados. Lo que llaman “resistencia” es, en realidad, una defensa básica de la vida. El problema es que, en la narrativa oficial, esas voces no caben. El progreso es una línea recta, y quien no se acomode, que se quite.

No solo en Puebla sino en otros estados de nuestro México, hemos documentado casos donde las comunidades han sido fragmentadas, intimidadas o simplemente ignoradas. En nombre de un “bien común” que jamás pasa por sus manos. El supuesto “impacto mínimo” termina siendo devastador: desecación de cuerpos de agua, aumento de enfermedades, pérdida de cobertura forestal, fragmentación social. Todo eso no siempre aparece en los informes de prensa, pero sí en los relatos de quienes se quedan.

¿Y la planeación? Bien, gracias. Los programas de ordenamiento muchas veces se ajustan al proyecto, no al revés. Se maquilla la legalidad para justificar lo que ya está decidido. Lo técnico se vuelve escudo frente a lo ético. Y así, se sigue edificando sobre heridas abiertas.

Necesitamos repensar el desarrollo desde la raíz. No se trata de oponerse a todo, sino de entender que el territorio no es un lienzo en blanco. Hay saberes, historias, vínculos que no caben en la hoja de cálculo de un inversionista. Hay otras formas de crecer, más lentas quizá, pero más justas y sostenibles.

Quizá, la próxima vez que alguien diga que “el desarrollo ya llegó”, deberíamos preguntarnos: ¿a quién beneficia?, ¿quién lo decidió?, ¿y qué se llevó consigo?

Porque a veces, detrás de esa palabra brillante, lo único que queda es un cerro arrasado… y una comunidad más, tratando de resistir el olvido. 

Publicado originalmente en e-consulta.
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Material gráfico
Misael Chirino Durán
Fotografía
Ramón Tecólt González

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