
Estamos condenados a la violencia y la inseguridad
Autoría: Leopoldo Díaz Mortera
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En el último mes, las noticias en México y América Latina han sido un retrato brutal de una región atrapada en un ciclo de violencia que no cede. En Sonora, una madre y sus tres hijas fueron halladas sin vida en una carretera; el principal sospechoso es su pareja, presuntamente vinculado al crimen organizado. En Colima, sicarios irrumpieron a balazos en un bar, dejando varios heridos. En Sinaloa, junio cerró con más de 200 asesinatos y 80 desapariciones, el mes más violento desde que se intensificó la guerra entre facciones del Cártel de Sinaloa. A esto se suman casos de discriminación como el asesinato de una pareja activista LGBT+ tras asistir a una celebración del Orgullo, el asesinato de un docente en Tlaxcala presuntamente perpetrado por un estudiante y el hallazgo de casi 400 cadáveres en un crematorio clandestino en Ciudad Juárez. Todo esto ocurre en un contexto de pobreza persistente, donde millones siguen sin acceso a servicios básicos, atrapados en una estructura que los margina y los expone.
Frente a esta realidad, la pregunta no es si las cosas mejorarán, sino por qué no cambiarán —o incluso podrían empeorar— en la próxima década. La respuesta está en la normalización progresiva de la violencia y la indiferencia institucional y social ante ella. Cada vez se atiende menos, se denuncia menos y se investiga menos, las causas son multifactoriales, el desbordamiento e ineficiencia de las instituciones no da visos de esperanza para que esto mejore en el futuro próximo y la violencia es ya parte del paisaje y la cotidianidad. Johan Galtung, sociólogo noruego y pionero en los estudios de paz, explica que lo que vemos —asesinatos, secuestros, feminicidios— es solo la punta del iceberg, debajo, sumergidas y menos visibles, están la violencia estructural (la pobreza, la desigualdad, la exclusión) y la violencia cultural (los discursos, creencias y prácticas que justifican o minimizan la violencia). Mientras estas dos no se transformen, la violencia directa seguirá emergiendo como síntoma inevitable.
Antes de alcanzar una sociedad más pacífica, es probable que la violencia aumente, porque los esfuerzos actuales son insuficientes o mal dirigidos. En lugar de atacar las raíces, se responde con más militarización, más cárceles, más represión, abonando al viejo dicho que reza que la violencia engendra más violencia. Los esfuerzos no están concentrados en la paz y su construcción, sino en la represión violenta y el control. No es más violencia lo que necesita este país, sino que todos los actores sociales procuren una buena educación, busquen trabajar la salud mental y garanticen que haya justicia social; si no se cuestionan los valores que sostienen la discriminación, el machismo, el racismo o la aporofobia, si se sigue romantizando la violencia y la pobreza poco cambiará en nuestras realidades y es probable aumenten los problemas.
Sin embargo, no todo está perdido. La esperanza —aunque frágil— reside en la posibilidad de transformar nuestras realidades desde la educación (formal e informal, desde casa). Pero no cualquier educación: una que esté centrada en los derechos humanos, en la dignidad, la empatía y la solidaridad. Una educación para la paz, que no solo enseñe a convivir, sino a indignarse frente a la injusticia. Como señala el pedagogo Alejandro Cussianovich: “Sólo pueden tener capacidad de ternura los que tienen capacidad de indignación frente a la injusticia y la explotación.” La ternura, entendida no como debilidad, sino como fuerza transformadora, que puede ser el antídoto contra la deshumanización que permite la violencia.
Si todas las instancias y actores sociales que educan —escuelas, familias, medios de comunicación, iglesias, gobiernos— asumieran su rol formativo desde esta pedagogía de la ternura, podríamos avanzar hacia la reconciliación y la construcción de sociedades más justas. No será rápido ni fácil, pero es la única vía para evitar que la próxima década se acumule la sangre en nuestras calles y sea aún más oscura que la actual.